Imperium by Robert Harris

Imperium by Robert Harris

autor:Robert Harris [Harris, Robert]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2006-01-01T05:00:00+00:00


* * *

Aquella tarde el Senado se reunió para celebrar su último debate antes del receso de quince días debido a los Juegos de Pompeyo. Para cuando Cicerón terminó de arreglar las cosas con los sicilianos, ya llegaba tarde a la sesión y tuvimos que salir a toda prisa del templo de Castor y atravesar el foro corriendo para llegar al Senado. Craso, como cónsul presidente aquel mes, ya había llamado al orden y estaba leyendo el último despacho de Lúculo sobre los progresos de la campaña en oriente. Para no interrumpirlo haciendo una llamativa entrada, mi señor prefirió quedarse en la antesala de la cámara, donde los dos escuchamos el informe de Lúculo. Según su propio relato, el aristocrático general había logrado toda una serie de aplastantes victorias: penetró en el reino de Tigranes, derrotó al mismísimo rey en la batalla, masacró a cientos de miles de enemigos y avanzó por territorio hostil hasta conseguir capturar la ciudad de Nisibisis y tomar como rehén al hermano del rey.

—Seguro que a Craso le están entrando ganas de vomitar —me susurró Cicerón de muy buen humor—. Su único consuelo es que Pompeyo debe de estar más furiosamente envidioso que él.

Ciertamente, Pompeyo, sentado junto a Craso con los brazos cruzados, parecía sumido en tristes ensoñaciones. Cuando Craso terminó de hablar, Cicerón aprovechó la interrupción para entrar en la cámara. El día era caluroso, y los rayos de luz que penetraban por las altas ventanas iluminaban torbellinos de polvo. Mientras todos lo observaban, caminó por el pasillo central, muy erguido, hacia el estrado consular y dejó atrás su antiguo y oscuro sitio junto a la puerta. El banco pretoriano parecía lleno, pero Cicerón aguardó pacientemente para reclamar el sitio que le correspondía, porque sabía —y la cámara también lo sabía— que una de las recompensas que tradicionalmente correspondía al demandante victorioso era asumir el rango del condenado. No sé cuánto se prolongó aquel silencio, roto solo por el murmullo de las palomas en el techo, pero me pareció interminable. Fue Afranio quien finalmente le rogó que se sentara junto a él y quien le dejó sitio suficiente empujando a sus vecinos a lo largo del banco. Cicerón se abrió paso saltando por encima de media docena de piernas extendidas y ocupó desafiantemente el sitio que le habían dejado. Contempló a sus rivales a su alrededor y sostuvo la mirada de cada uno de ellos. Nadie osó desafiarlo. Por fin, alguien se levantó para hablar y, con voz desganada, felicitó a Lúculo y a sus victoriosas legiones. Ahora que lo pienso, bien pudo haber sido Pompeyo. El murmullo de las conversaciones retornó poco a poco.

Cierro los ojos y veo sus rostros bajo la dorada luz de aquella tarde de verano —Cicerón, Craso, Pompeyo, Hortensio, Cátulo, Catilina, los hermanos Metelo— y me cuesta creer que ellos, y sus ambiciones, e incluso el edificio donde se sentaban, no sean ya más que polvo.



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